domingo, 24 de febrero de 2013

Palabras que debía.


Escribir por alimentar la existencia, porque a veces necesito buscar y encontrar y reencontrar motivos para sentirme a gusto con los días, con las horas, con ellos, con nosotros, contigo.

Antes de nosotros; el olor de los días, el sabor de las cosas, el color de las horas era un universo paralelo. Hoy parece ser ajeno a mí todo ello, como si me recordara en una película de bajo presupuesto proyectada en el Gaumont a eso de las 12pm. Poca gente: gente cansada y sola, como siempre.

No habían rumbos, no había perspectiva y en realidad después de que todo había importado tanto, me había dado cuenta de que nada merecía importancia alguna hasta el punto tal de perturbar mi tranquilidad. Así pues, simplemente pasó. Era una noche más, en la que por primera vez en mucho tiempo de soledad me enfrentaría a una cantidad magnánima  de personas(ya sabes, siempre pienso a la gente así en cantidades abismales), no estaba mal, total: estaba tranquila.

Y no quisieras saber ni tú, ni nadie todo lo que me llevó estar tranquila, pero podemos resumirlo en grandes hechos; atravesar cientos de kilómetros sola, tantos por igual a las horas de silencio que pasé y al sexo frío y pasajero que aprendí a tener. Sí, porque estar de paso también se aprende.

Me arreglé desde muy temprano, se me olvidaba que en Buenos Aires a las fiestas se llega a la hora en que uno regresa a casa en Bogotá y aunque mi vida era considerablemente nocturna, nunca me acostumbré. Llegada la hora, mi linda amiga Crystal, su novio Amaro, y yo, salimos a aquel lugar. En el bondi le hablé de ti, pues eras tú mi novedad ese día. Porque desde el primer día fuiste evento y novedad.

Al llegar a aquella casa, no sólo sentí un cambio de país encontrándome con todos estos colombianos, chilenos y aquellas francesas, que ya habían perdido el uso de razón entre el trago y las drogas. Para este momento la intranquilidad se había apoderado de mi cuerpo que ahora estaba tiezo, casi inmóvil. Crystal me dio unas pinturas como otorgándome un papel para la noche, ella ya me conocía bien.

Pasado un par de horas llegó Adri, que por esa época andaba toda malhecha; medio destruida y en pleno frenesí de miedo, en uno de esos estados medio orgásmicos pero emocionales, en los que estallas en felicidad e inmediatamente todo ello se transforma de igual magnitud y fuerza, en dolor, simple y sentido dolor. Bueno, ahí estaba, pidiendo mi abrazo y yo, que me había hecho fuerte para sobrevivir a mí, podría brindarle por el momento eso, que se había quedado como un falso caparazón: “la fortaleza”.

Seguí pintando mientras ella fue al patio a buscar su respectivo lugar y asumir su propio rol dentro de la casa azúl. Para este momento yo ya lo había visto y como solía hacer, me había encargado de que me viera, de que fijara toda su atención en mí, hasta que no pudiera notar nada más en el lugar.

Desde aquello todo es efímero, inmediato, un llamado, una canción, oscuridad y sin una palabra un largo e indescifrable beso que a todos sorprendió.

Entre sus manos imaginé todo un mundo, toda una vida me pasó por la cabeza en unas cuantas horas: sexo, mucho sexo, drogas, soledades acompañadas en un cuarto en otoño con luz tenue, la música, su piano, la guitarra, su voz, mis dibujos, no volver, no regresar, no tener: no tener que… nada. Sólo estábamos él y yo, y entre los dos no se sabía quién estaba más dispuesto, él me quería llevar a andar y yo que no tenía rumbo, que me había conquistado hasta lograr un sin-rumbo: sólo quería ir con él.

Entonces no hubo miedo, no hubo prevención, no hubo todo lo que siempre había estado gracias a mi mamá y a todas esas mujeres que me enseñaron a tener que desconfiar del hombre, y a los hombres que me demostraron que sólo se les podía tratar con desconfianza, como mi papá.

Él, era sólo música, era sólo amor, era sólo sexo, era. Eran sus manos y sus ojos y su voz, era soledad desbordada que encontraba un lugar para transformarse después de días, semanas, meses, años, kilómetros, pensamientos, alcohol, drogas, besos, sexos muchos y diferentes sexos. Todo: hasta él. Hasta aquella noche. Hasta una madrugada hablando, hasta salir de aquel lugar y tomarnos de la mano para protegernos del frío que quemaba, hasta caminar juntos sin decir una palabra, sin parar.

Sí, caminar entre calles porque sí. Caminar porque ninguno tenía nada que perder y sólo nos teníamos a nosotros para dar, para amarnos, pues no nos interesaba nada más que eso: cansados, exhaustos del proceso previo, demandante y frustrante que vivimos todos los seres humanos, unos entre otros, para lograr amar.

Estuvo allí, en mi mente fijado, me encargué de recorrer lentamente con mis ojos su rostro, sus labios, sus ojos negros, profundos, sus ojos de perdición. Con asombro y satisfacción debo decir que era hermoso, y que justo así quedó su retrato mareado, violeta.

Me preguntó si podía ir a mi casa, a descansar un rato, sin duda alguna fuimos a mi casa. Estando allí, en ese cuarto que jamás olvidaré, porque parecía una pecera de luz violeta que se alimentaba con mi vida y me daba todo aquello confortable de lo que el mundo exterior me privaba, ¡qué lluvia de besos, abrazos, caricias! … Tacto. Todo tan lento, todo como si hace siglos estuviéramos guardando cuerpo, milímetro por milímetro para que sucediera así. No eran necesarias las palabras, bastaba con mirarnos a los ojos, él me apretaba  cada vez más fuerte contra su pecho, como sintiendo todo lo que había pasado durante aquellos meses, como dándose cuenta de lo que escondía en esa fortaleza, como adentrándose sin perderse, siempre desesperado, sediento.

Y yo, me entregué a eso, porque quise, porque amé.

Me preguntó si tenía miedo, le dije que sí, le conté todo en una frase. Entonces no hubo necesidad de más explicaciones, comprendiéndolo me abrazó más fuerte, me acarició la cara mientras dejaba eso en el pasado. Fue allí cuando me di cuenta de lo que hasta ahora puedo aceptar: lo necesitaba a él para volver a ser, para volver a estar.

Una grabación, kilómetros de distancia, Chile y la ausencia, tú en mi vida, desbordando todo, desarticulando y conquistando mi intimidad se lo llevaron a él y a su música. A él y a su caricia suave, a sus ojos negros.

Con el tiempo volvimos a hablar, le pregunté cómo me recordaba, y me dijo tal cual lo que nadie había podido decirme en años, en meses, en días de convivencia: A mi lado daban ganas de ser libre, pero en mí había una parte casi hundida y oscura. La misma que tenía él. La misma que terminaba alejándome una y otra vez más a de los demás. 

Por "nuestro cuarto de hora" y la paradoja del tiempo, cuando nos llevamos en el ser, en el estar.